Impresiones de Felipe Nevado Francisco
Una semana de locura en ruedas: pedaleo durante el día, juerga al llegar la noche. Cosas
de Manolito Gualda. Años dándole a las bielas y, por detrás, el flipao del Felipe:
otros tantos años sin montar en bicicleta. Así, que no decaiga el ritmo. Tras una semana
de viaje por arenas y peligroso asfalto hemos logrado poner una cosa en claro para el
resto de veraneantes: conseguimos hacer un viaje insólito: de Huelva a Caños de Meca
(Cádiz) pasando por Doñana. A veces, una pesadilla; a ratos, una alta imaginación; las
más, un viaje de puta madre.
La arena se traga las ruedas de las bicis. Vamos con la marea baja; aún así, nos
seguimos clavando. Doñana empieza en Huelva capital, pero lo denso del parque se
encuentra entre Matalascañas y Sanlúcar de Barrameda. Una treintena de kilómetros de
playa con un tráfico definido: mariscadores de la chirla -copan la playa de un extremo al
otro en las horas de marea baja- y turistas sobre furgonetas llevados a toda ostia de una
punta a otra por los encargados del parque.
La playa de Doñana está tan sucia como cualquier otra; o peor: allí no hay contenedores
ni quien recoja botellas mil, plásticos, cartones, etcétera. Ya se sabe, el mar no
distingue entre territorios y lo mismo escupe sobre Doñana que en la cara del más feo.
Aún así, un lujo.
La noche es la hora sagrada del parque. Merodeadores acechan a los intrusos. Una noche
alguien estuvo contorneando sobre la ilegal tienda de campaña: las pisadas a cuatro patas
sobre la superficie lisa de la arena le delatan. Pasar las horas del día en territorio
virgen, a la espera del cambio de marea, tiene sus inconvenientes. Apenas hay sombra en
las proximidades de la costa. Habrá que improvisar un amago de jaima. No queda mal, y da
estupendos resultados para pasar el resto del día. No hemos traído armas de caza,
tampoco son recomendables. Frutos secos y tabletas enriquecidas dan el avío. El agua hay
que controlarla.
Que no se olvide el dinero. Pasar en una barcaza cutre el Guadalquivir para salir del
parque y llegarse hasta Sanlúcar (Cádiz), un sablazo: mil pelas por persona y bici. Eso
es aprovecharse.
La guerra contra los vehículos se hace de nuevo una jodida pesadilla. Los malos tragos
empezaron a la salida de Huelva: cruzar el puente sobre el Tinto, con el viento en contra
y sin arcén, es para cagarse. El triunfo para el cicloturista es el carril-bici (¡Ya!).
De Mazagón hasta Matalascañas, flipas. Primero por carriles con la suficiente capa de
asfalto y una adecuada señalización; luego, también por carril exclusivo, pero ya sobre
tierra. Da igual, hasta aquí hemos triunfado.
Lo jodido empieza en Cádiz, camino de la Meca. No hay forma de salirse de las vías
acojonantes para coches. Te la juegas, y si te sopla el viento de costado, agárrate al
manillar como puedas que te arrollan los que pasan a toda ostia. Hasta Rota -camping de
Punta Candor- por asfalto de ricos. Y de aquí, bordeando las miles de hectáreas de las
bases militares, hasta San Fernando, en un trayecto combinado. Unos 4 o 5 kilómetros
antes de esta última surge el remanso de un carril-bici paralelo a la vía de
automóviles. De puta madre, es cuesta abajo y el firme se encuentra en muy buen estado.
Lo peor (¡ojo!) son las rotondas: hay un montón, aunque bien señalizadas.
Más asfalto. Esta vez con un margen de arcén respetable. Enfilamos camino de la Meca
dispuestos a tragarnos los más de 100 kilómetros que nos separan. El tiempo se nos agota
y hay que darse la juerga los pocos días que restan en el paraíso de la permisividad: el
Camaleón.
Puerto Real, Chiclana, Conil y, al final, Los Caños. Saludo con cerveza y maría en los
bares del final que dan a la playa, y en busca del Camaleón. "Señoras, no sé si
conocen este camping; desde luego, no es el mejor para descansar y estar tranquilos".
Así de clarito lo suelta la recepcionista a dos cuarentonas que vienen a acampar. No se
equivoca ni en una coma. Otra vez la ostia. Se acampa donde se puede y como se quiere; no
hay que bajar el volumen de la música a ninguna hora; los aseos; aunque escasos, tienen
la ventaja de ser unisex; y la fiesta no cesa nunca. De puta madre tío; pero estamos
reventados y no hay quien se mueva. Seguro que el griterío y el jolgorio no paró en toda
la noche. Qué importa, ni caso; estamos que hasta el persistente reguero de voces es un
bálsamo. Bien hasta mañana.
Sorpresas continuas en el camping; todas muy favorables. Por la noche hay música en
directo. y, por la mañana, se desayuna con pitillo en mano y escuchando a Manu Chao:
¿hay quien dé más?.
Todavía nos esperaba un pequeño infierno sobre la bici. En la Meca -como debe ser- no
hay bancos, no hay cajeros, ni quien te preste un duro. Lo más cerca Barbate. Para
morirse. Siete kilómetros bordeando los acantilados; y, castigando, el Levante. El único
consuelo: la vuelta nos traerá sobre el viento. Los autos te pasan cerca, pero que muy
cerca. Carretera estrecha y sin un puto arcén. Queda en el recuerdo, si consigues pasar
el trance: ¡que la suerte te acompañe!
Domingo. Vuelta. No hay tiempo para hacer todo el trayecto en bici. La solución pasa por
llegar hasta San Fernando y subirse al primer tren con destino Sevilla. De aquí, a Huelva
en otro. Los trenes regionales y de cercanías tienen un espacio reservado para bicicletas
-RENFE dixi-, pero es tan ínfimo que el día en que todos nos decidamos a viajar en ellas
más de un revisor de trenes se va a acojonar. ¡Que yo lo vea!.
Trescientos y pico de kilómetros en una semana. Cargados hasta los hombros con todo el
equipaje necesario. Una semana más tarde no podía ni moverme. Salud para otra.