Periodo Visigodo
La inmigración de visigodos a la Península Ibérica fue consecuencia de
su alianza con Roma. Su llegada a Hispania se debió a su compromiso de
combatir al pueblo suevo que se había instalado en Galicia. Además,
Roma les concedió tierras en virtud de un pacto de hospitalitas en el
año 418.
Los asentamientos visigodos más importantes se dieron
en la zona centro de Hispania. De esta forma, hubo poblaciones
visigodas en Tierra de Campos, en áreas de Segovia, Madrid, Soria,
Guadalajara y Toledo.
Tras la batalla de Vouillé, donde
combatieron visigodos contra francos, éstos iniciaron la expansión
hacia el Sur de la Galia, derrumbándose el reino visigodo de Tolosa.
Más
tarde, Justiniano, emperador del Imperio Romano de Oriente, aprovechó
una guerra civil entre los visigodos para conquistar la provincia
Bética y parte de la Cartaginense. Por tanto, en la segunda mitad del
siglo VI la Península Ibérica se halló dividida en tres soberanías: la
sueva (zona gallega), la visigoda (Centro y Este) y la bizantina (Sur).
En
esta época, el rey Leovigildo (573-586) siguió una política
centralizadora, fijando su residencia en Toledo. Combatió en diferentes
frentes: contra los bizantinos (a los que arrebató Toledo, Málaga y
Medina Sidonia), contra los vascos (fundando Vitoria), contra los
suevos (incorporando Galicia a la monarquía visigoda) y contra los
católicos hispanorromanos del Sur (luchando contra su propio hijo
Hermenegildo).
El sucesor de Leovigildo, Recaredo (586-601), se
convirtió al catolicismo a instancias de Leandro, obispo de Sevilla. En
el año 589, durante el III Concilio de Toledo, se adoptó el catolicismo
como religión oficial del pueblo visigodo, dejando de lado el
arrianismo. Asimismo, quedó prohibido el matrimonio de cristianos con
judíos y que estos últimos ocuparan cargos públicos.
Posteriormente,
el nuevo rey, Sisebuto (612-621), promulgó el bautismo obligatorio de
los judíos bajo amenaza de expulsión. Ello no le impedió continuar con
las hostilidades hacia los bizantinos, tal y como lo habían hecho sus
antecesores, logrando reducir el territorio bizantino al área del
actual Algarve portugués.
Durante el reinado de Suintila
(621-631), las fuerzas visigodas sometieron a los vascones y se
conquistó el Algarve, poniéndose fin de este modo a la presencia
bizantina en la Península Ibérica.
En el año 656, durante el VII
Concilio de Toledo, bajo reinado de Recesvinto (649-672), la
promulgación del Liber Iudiciorum (llamado más tarde Fuero Juzgo)
inició la unificación jurídica en base a criterios territoriales, sin
distinción entre visigodos e hispanorromanos.
A continuación,
reinó Wamba (672-680), monarca que reprimió una gran rebelión de los
francos que fue dirigida por Paulo y tuvo lugar en las provincias de la
Septimania y la Tarraconense. Debido a las continuas luchas por la
corona se debilitó progresivamente la organización visigoda, que entró
en crisis abierta bajo el reinado de Égida.
En el año 702,
Vitiza, hijo de Égida, es asociado al trono y procura atraerse
partidarios con medidas de clemencia para los individuos que habían
cometido delitos vinculados con las luchas por el poder real.
A
la muerte de Vitiza (710), los nobles eligieron rey a Rodrigo (duque de
la Bética), pero apareció otro bando que tomó partido por Akila y que
pidió ayuda militar a las tropas musulmanas afincadas en el Norte de
África. En el año 711 tuvo lugar la batalla del Guadalete, en la que
los musulmanes derrotaron al ejército de Rodrigo. A partir de este
momento, los musulmanes rompieron su compromiso con los partidarios de
Akila e iniciaron la ocupación de la Península Ibérica, haciendo
desaparecer sin demasiada dificultad al reino visigodo y dando paso a
la dominación islámica, que duró ocho siglos.
SOCIEDAD VISIGODA
Se
estipula que durante el periodo visigodo pudieron convivir en la
Península Ibérica unos 200.000 visigodos y unos 100.000 suevos, junto
con unos 5 millones de hispanorromanos. Además, existieron núcleos de
judíos distribuidos por Andalucía y Levante. Al principio, existió una
acusada segregación entre la minoría dominante visigoda y los
peninsulares, pero desde el siglo VI esta segregación comenzó a
diluirse tras la autorización de los matrimonios mixtos bajo el reinado
de Leovigildo (hacia el 583), como consecuencia de la adopción del
catolicismo (año 589) y por la promulgación del Liber Iudiciorum (en el
656).
Los visigodos recibieron tierras provenientes de las
propiedades latifundistas hispanorromanas como pago por luchar contra
los suevos en la península. Entre los hombres libres, los sistemas de
explotación de la tierra fueron la colonización, el arrendamiento (de
origen romano) y la encomendación, que se desarrolló bastante durante
la dominación visigoda y consistía en una vinculación, mediante pacto
de fidelidad, entre el señor y los campesinos, y en el que el señor se
transformaba también en recaudador de impuestos de la corona.
En
la cumbre social se encontraban los nobles, que normalmente eran
visigodos, y la base estaba formada por los siervos y los esclavos.
También estaba el grupo de los senatores, que eran los hispanorromanos
que poseían riquezas, aunque carecían de privilegios jurídicos.
POLÍTICA
En
cuanto a la organización política, el rey visigodo era elegido por los
nobles godos. Esta elección, con el tiempo, se fue ampliando a todos
los godos que no fueran de origen servil, tonsurados o hubieran sufrido
pena de decalvación.
El monarca ejercía el poder absoluto y
disponía de un séquito cuyos miembros eran recompensados con donaciones
de tierras, lo que produjo un reforzamiento del latifundismo.
Las provincias fueron gobernadas por duques y éstos estaban secundados por condes y vílicos.
La
vieja institución germánica de la Asamblea popular decayó
paulatinamente. En el siglo VI existió un Consejo de ancianos
guerreros, equivalente al senatus romano, que fue sustituido por el
Aula Regia.
La Iglesia católica fue un órgano a través del cual
los hispanorromanos penetraron en la administración visigoda. De igual
modo, a través de los Concilios, la Iglesia hizo crecer su influencia
política. Desde el siglo VII, y más concretamente desde Recaredo, la
asamblea de magnates (compuesta por los obispos del Aula Regia y los
gardingos), fue la encargada de elegir al monarca, aparte de tener
otras atribuciones legislativas y judiciales. Del mismo modo, desde el
IV Concilio de Toledo, que fue presidido por San Isidoro, se condenó la
toma del trono por la fuerza.